Tarde de domingo en Huesca. Hoy toca ir al Teatro Olimpia a ver Reikiavik, obra escrita y dirigida por Juan Mayorga. Llega con el aval de tres nominaciones a los Premios Max de teatro (Mejor espectáculo de teatro, autoría teatral y dirección de escena) y voy dispuesto a disfrutar de un buen espectáculo. No me podía esperar lo que iba a vivir durante dos horas en el Teatro Olimpia de Huesca, que iba a experimentar una experiencia que trasciende al propio acto teatral. Pocas veces he salido del teatro con la sensación de que lo que acababa de ver encima del escenario me afectaba personalmente y esta es una de ellas.

Sobre el papel, Reikiavik es un texto teatral que recoge una de esas grandes tradiciones del teatro británico que tanto parece apreciar Mayorga, la del juego de espejos, el teatro dentro del teatro. Dos personajes, Waterloo, al que da vida un enérgico César Sarachu, y Bailén, encarnado por un matizadísimo Daniel Albadalejo, recrean ante un muchacho, interpretado por una muy efectiva Elena Rayos, el denominado Duelo del siglo, el enfrentamiento entre los ajedrecistas Bobby Fischer y Boris Spasski. Pero eso es sólo sobre el papel.

Elena Rayos, César Sarachu y Daniel Albadalejo haciendo de barrenderos en una escena de Reikiavik, de Juan Mayorga.

Elena Rayos, César Sarachu y Daniel Albadalejo haciendo de barrenderos en una escena de Reikiavik, de Juan Mayorga.

Los pájaros

Entro en el teatro y me acomodo en la butaca que me toca en suerte. Fila 7, butaca 9. Hay poca gente en la sala, todavía falta un cuarto de hora para que empiece la representación. Entre el ligero murmullo del público que empieza a llenar la sala oigo trinar a un pájaro, pero no le concedo importancia. Poco a poco, la sala se va llenando y el murmullo del público aumenta en proporción directa. Voy leyendo el programa de mano y haciendo mentalmente un listado de las obras de Mayorga que he visto representadas y las que he leído. Oigo el graznido de otro pájaro y, esta vez sí, me llama la atención. Bajo el sonido de las voces humanas oigo claramente el sonido de varias especies de pájaros. No es un sonido invasivo, es un sonido tenue, tanto que dudo si los oigo de veras o si, por el contrario, los pájaros están en mi cabeza. El sonido es tan claro que llego a pensar que los pájaros forman parte del espectáculo, que cuando se abra el telón vamos a ver algunas jaulas con aves y pienso en lo mal que lo deben pasar los pobres animales durante el trayecto cuando, como en el caso de hoy, la compañía tiene que hacer varios cientos de kilómetros para hacer un bolo.

Cuando se abre el telón desaparecen mis dudas. No hay pájaros. Los trinos y graznidos forman parte de la banda sonora del espectáculo creada por Mariano García. Estamos ante la representación mínima de un parque. La escenografía es apenas una mesa con dos bancos y una pantalla donde se proyectan imágenes. Encima de la mesa, unas figuras de ajedrez componen una jugada de una de las partidas del duelo Fischer-Spasski. Aparece Elena Rayos y empieza la acción de la obra. Un muchacho se detiene a observar las piezas dispuestas sobre el tablero y aparece un hombre con un carrito de la compra. Waterloo, así se llama el personaje, le hace jaque mate en cuatro movimientos. Poco a poco, entre él y otro personaje que se incorpora a la acción, Bailén, encarnan al aspirante al título Bobby Fischer, y al campeón mundial de ajedrez, Boris Spasski y a otros varios personajes en una de las historias más apasionantes de la historia de este deporte y de la Guerra Fría entre los EE.UU. y la desaparecida U.R.S.S. La iluminación de Juan Gómez Cornejo y la escenografía de Alejandro Andújar enmarcan de forma sobresaliente la puesta en escena y la interpretación. El texto, maravilloso, nos sumerge en una realidad histórica pero, al mismo tiempo, nos dibuja a dos personajes cuyos nombres no son casuales: Bailén es la primera gran derrota napoleónica, Waterloo la última y definitiva. A medida que avanza la acción vamos tomando conciencia que estamos ante un ritual que se repite incansablemente desde hace tiempo, que Bailén y Waterloo son una suerte de versión Siglo XXI de Vladimir y Estragón y que, ante la enfermedad de uno de los oficiantes del ritual, están buscando un sustituto para continuar con su acto cuasi litúrgico. Pero aunque conozcamos la historia real del duelo Fischer-Spasski, aunque el final de la obra es previsible, Mayorga y su trío actoral nos atrapan en la butaca. Porque sabemos que es un juego de espejos, que es teatro dentro del teatro, que estos personajes no son ni Fischer ni Spasski, ni tan siquiera se llaman Bailén y Waterloo, todo eso lo sabemos, pero aún así nos agarran por el gaznate. Queremos saber el porqué de todo este asunto.

Y entonces me acuerdo de los pájaros. Y es en ese momento en el que, para mí como espectador, se redimensiona todo el espectáculo. Juan Mayorga, además de dramaturgo, es doctor en Filosofía, y hasta ese momento creí que el juego de espejos radicaba en lo inevitable, en que, tal y como nos explican en la obra, a pesar de que las reglas nos marcan los movimientos, igual que con el ajedrez, el número de combinaciones es casi infinito, en que aunque la vida nos ponga en el lugar de Spasski o de Fischer, siempre podemos hacer variaciones sobre el texto, modificarlo aunque sea ligeramente. Acordarme de los pájaros me hizo cambiar el punto de vista. Escuchar a los pájaros cuando se llena el teatro significa que la obra, en realidad, ya hace tiempo que está en marcha antes de que se abra el telón, que la partida de ajedrez, el campeonato del mundo, ya ha empezado, que el público forma parte de esa partida, que el juego de espejos quizás es una partida entre el Juan Mayorga dramaturgo y el Juan Mayorga director de escena, dos caras de una misma moneda. Mientras estoy concentrado en la obra, mi subconsciente no deja de pensar en los trinos de las aves, en su verdadero significado y mi consciente se siente cada vez más identificado con Bobby Fischer, con sus manías, sus obsesiones, sus miedos.

Imagen de la puesta en escena de Reikiavik. De izquierda a derecha, Daniel Albadalejo, César Sarachu y Elena Rayos al fondo.

Imagen de la puesta en escena de Reikiavik. De izquierda a derecha, Daniel Albadalejo, César Sarachu y Elena Rayos al fondo.

Hipnosis

Y llega una segunda revelación que, en mi caso, es casi una epifanía: uno de los personajes explica al muchacho que los rusos acusaron a Bobby Fischer de utilizar técnicas de hipnosis para conseguir derrotar a Spasski. De eso se trata. Mayorga ha estado jugando con nosotros, público de un espectáculo que trata sobre la repetición obsesiva del duelo del siglo. Pero ¿cuál es su objetivo? ¿Qué nos quiere transmitir?

A estas alturas de la obra, yo ya he caído hipnotizado. Mayorga me ha metido en su mundo, en su imaginario, su propio tablero, yo ya estoy en Reikiavik. Esa obra no habla de dos grandes maestros de ajedrez, sino de mí como espectador y de Mayorga como dramaturgo. Él es Spasski y está buscando a su contrincante, a alguien que asuma el papel de Fischer. O quizás es Fischer, el genio loco, buscando entre la multitud a su oponente, la razón y el orden, un Spasski al que todavía no conoce. Protagonista y antagonista no están en el escenario, son sólo el reflejo. En realidad el duelo está entre el dramaturgo y el espectador, esa es la partida. Y como la real, ésta se juega en Reikiavik, no en la ciudad, sino en la obra de teatro. Todo es una gran ilusión: el texto, la puesta en escena, las interpretaciones… La obra se representa para poder detectar a esos muchachos o muchachas entre el público que sean capaces de asumir el puesto de Waterloo o de Bailén, para decirnos que nosotros somos Fischer o Spasski y que nos da el testigo. Ahora sí que es evidente que Vladimir y Estragón no han esperado en vano, ha llegado Godot y somos nosotros los encargados de interpretar ese papel.

Acaba la representación. Quedo muy satisfecho con el trabajo del trío actoral y del equipo técnico. La obra es un tour de force para los tres actores, cada uno con sus dificultades. Waterloo y Bailén son personajes que exigen de un trabajo corporal muy afinado, no te puedes despistar ni un segundo de las dos horas que dura el espectáculo, mientras que el muchacho hace mucho más que una escucha activa de lo que hacen los otros dos, es el nexo de unión, el representante del público en el escenario. El trabajo de dirección de Mayorga ha puesto en escena de forma muy práctica un texto complejo, con mucho ritmo e infinidad de recursos teatrales puros, lejos de los efectos técnicos, apelando al duro trabajo interpretativo de Sarachu, Albadalejo y Rayos que cumplen con sobresaliente su cometido.

Pero lo realmente enorme, lo que destaca por encima de todo, es el excelente texto del propio Mayorga, un texto que no me extrañaría que llegara a la condición de clásico teatral. Reikiavik es un texto llamado a ser interpretado en escenarios de todo el mundo. Será interesante ver cuál es su puesta en escena en otras culturas, en otras tradiciones teatrales, con otras visiones. Mayorga ha creado un universo complejo con dos personajes que son nuevos estereotipos de la dualidad, que no son Alonso Quijano y Sancho Panza, que no son Othello y Yago, que no son Cyrano y Roxana, ni siquiera son Mozart y Salieri, quizás los referentes teatrales más cercanos, sino que ha creado otra pareja de antagonistas: Fischer y Spasski (o Waterloo y Bailén, como prefieran) han llegado para quedarse.

Derrotado por el genio del Mayorga dramaturgo, salgo del Teatro Olimpia pensando en lo que acabo de ver. Llego a casa y me siento ante el ordenador a escribir esta crónica. Soy incapaz de expresar en palabras lo que siento, lo que me ha conmovido este texto. Dicen que Napoleón expresó con una sola palabra lo que estaba viendo en el campo de batalla de Waterloo. Al ver cómo sus tropas caían por culpa de una funesta concatenación de errores tácticos resumió el desastre con una simple expresión: “Merde!”. Así me siento yo, vencido, vapuleado por un texto que es una auténtica maravilla. Me rindo.