Ella, tan soberana

Mayte Martín – cante
Salvador Gutiérrez – guitarra
Primavera Flamenca de Huesca

Dice que le ha costado entrar, que la sequedad de la sala la hacía sentir sola, que ha tardado en conectar, en encontrar el ambiente.

Resulta difícil de creer para un público numeroso que anoche abarrotó el Centro Cultural del Matadero oscense. Un año sin flamenco, señorías, siempre es demasiado. Resulta inverosímil, decía, lo de ese conectar tardío que decía al principio: para quien no puede cansarse de esperar el poquito flamenco que arriba al Alto Aragón, poco podrá hacer después cuando María Teresa Martín Cadierno, Mayte Martín, la conquista de una voz, desate la tempestad. Atinará, con suerte, a apretujarse en la butaca, a zurcirse el corazón y a encomendarse a los cielos para que el reloj se detenga para siempre.

Es cierto que no fue hasta el segundo cambio de luces, un dorado casi tropical, engalanado, entre los fandangos y la soleá, cuando la vimos sonreír. Y no es que a esta catalana le cueste regalar la mueca, mas es contenida. Y no es que frente a la solemnidad que despide desde el escenario, no se aprecie el fulgor. Pero de una sonrisa así ya no se regresa.

Casi dos horas del tirón: granaína, petenera, fandango, soleá, tientos y tangos, cantiña, bulería y bis por fandangos de nuevo. Desgranar el tejido de anoche en etiquetas estancas no arroja luz que ampare, aunque ayuda a comprender el recorrido: si con la petenera –primer cante que ejecutó la catalana con apenas seis años- honró a su padre y a su madre , con los fandangos reivindicó un tono aglutinador, rememoró estilos personales y recorrió campos diversos (por ejemplo, el de Santa Eulalia), trabándolos en tempo onubense, que no oscense, aunque nada nos gustaría más. Permanece Mayte tan ajena al facilón mercadeo de palos resultones que verla reinar no resulta difícil, aunque no todo lo que coloca sobre la mesa es de fácil digestión. Domina los ángulos de la escena, ataca las letras sin aviso, en un caminito de ternura que ciega, pero al que tampoco le falta la viveza de un quiebro a contratiempo. Es todos los personajes que canta. Por eso es tan versátil, por eso araña corazones tan distintos: porque cada quien identifica una brizna de sí en toda letra. Y se reconoce, y tiembla.

***
A mi compañero de asiento se le va el pie a ritmo cabal: pierde la paciencia ante la sosería del público, que ni brama ni jalea. Ella, enlazadora de mundos, atrae hacia sí a gentes tan disímiles como los caudales de los que bebió. Si ella honra la petenera paterna y a ti te estremece hasta las entrañas, la alquimia se multiplica. A mí me pasa: satisface la curiosidad salvaje por el mundo y embalsama una zona alejada del raciocinio que distingue palos y armonías y que sencillamente cose una vorágine de sentires antiguos. A estas alturas, ya hemos perdido la razón.

Se ve tan soberana ella allá arriba, en el escenario, que nada de lo que diga acá reviste importancia: el reflejo de su pelo plata sobre el telón rojo, al fondo; el cambio de dirección a que somete a sus manos dependiendo de la oquedad: palmas sonoras a la derecha, izquierda para las sordas; las apoyaturas modernas, bien traídas, que tientan los oídos. Que Mayte rebusca en sí –no hay otro modo-. Que medita: es casi zen.

Estoy segura de que encontrarme con la única rama de jazmín que debe habitar la capital oscense camino del concierto no fue sino un designio y un mandato. El olor me devolvió sobre mis propios pasos y sólo entonces supe: que magia como ésta debería de ser cotidiana. Bravo.

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