Polonio: ¿Qué leéis, mi señor?
Hamlet: Palabras, palabras, palabras.
Hamlet. Acto II, Escena VII. William Shakespeare, alrededor de 1600.
Hamlet es, quizás, el texto teatral más completo que existe. Su complejidad es tal que parece que dentro de esa historia caben todas las demás historias de la humanidad. Shakespeare demostró su genialidad como lo hacen todos los genios, creando a base de pinceladas obras aparentemente muy complejas, pero que en realidad hablan de la esencia del ser humano.
Dentro de Hamlet encontramos a uno de esos deliciosos personajes femeninos que tan bien sabía construir el dramaturgo inglés. Ofelia es la eterna imagen de la inocencia que, de puro ingenua, acaba perdiendo la razón y con la locura llega el suicidio. Su muerte es un accidente dentro de la elaborada venganza tramada por el príncipe de Dinamarca, pero marca también el fin de toda inocencia. Hamlet debe morir, pues ha causado la muerte de lo único que no olía a podrido en el castillo de Elsinor. Es Ofelia un personaje con breves apariciones, pero de una riqueza y una complejidad que la hacen convertirse por derecho propio en uno de los personajes fundamentales de la historia del teatro.
Es por ello, quizás, que Eusebio Calonge crea La extinta poética mediante la deconstrucción de Ofelia y la división en cuatro personajes, miembros de la misma familia. Calonge escoge los rasgos fundamentales del personaje de Shakespeare y a partir de ellos construye a cuatro personajes también complejos, con su mundo interior, su propia alma, su cándida tragedia. Ofelia se transforma así en una familia formada por un padre, interpretado por Rafael Ponce, una madre, encarnada por Laura Gómez-Lacueva, y dos hijas, la mayor, a la que da vida Carmen Barrantes, y la pequeña, a la que da vida Ingrid Magrinyà.
Partiendo de esos mimbres, Calonge crea un texto que no tiene nada que ver con Hamlet, pero que recoge perfectamente el espíritu de las tragedias de Shakespeare: la mezcla entre comedia y drama, la desesperada lucha contra lo inevitable, el soliloquio como herramienta para definir al personaje y un final abierto, esperanzador, poético. Evidentemente, no tiene la construcción de un drama isabelino, ni su estructura, ni su forma, estamos en el Siglo XXI, pero sí que tiene su profunda carga dramática, su acerada disección del alma humana, su inteligente capacidad para describir a un personaje con apenas una pincelada. Este texto es una pura delicia.
Afortunadamente, dirige el montaje Paco de La Zaranda (Francisco Sánchez), una de las pocas personas capaces de darle la vida que merece a tan bello texto. La relación de ambos hombres de teatro hace cuarenta años que dura, desde que formaron la compañía La Zaranda, una de las más grandes compañías de teatro en España en el último medio siglo. A pesar de ello, no es un espectáculo de La Zaranda. Se nota la presencia de Nueve de Nueve, del trabajo desarrollado junto con Paco en los ensayos, la fuerza y el carácter de esas dos actrices de raza como son Carmen Barrantes y Laura Gómez-Lacueva. Las dos compañías han colaborado en la creación de La extinta poética y cada una ha aportado algo de su espíritu y se ha enriquecido con las aportaciones de Rafael Ponce, de la mítica compañía Esteve y Ponce, y la presencia de Ingrid Magrinyà, bailarina y actriz. Paco no es uno de esos directores con alma de policía de tráfico, que se limita a poner a las piezas en el tablero, sino que trabaja el texto, desarrolla hasta el límite las situaciones que se plantean, exige y sabe sacar el máximo provecho de sus actores y actrices, construye la dramaturgia a través del texto, un texto en constante reescritura, en la que toda la compañía aporta. Y ese concepto, el de la compañía, el del trabajo en conjunto, es la gran fuerza del legado de La Zaranda. Por su parte, Nueve de Nueve aporta el magnífico trabajo de dos actrices de infinitos registros. Hemos visto a Carmen Barrantes y Laura Gómez-Lacueva trabajar en distintos proyectos, teatrales, televisivos y cinematográficos, son muy buenas actrices cómicas, pero nunca han brillado tanto como en La extinta poética.
El resultado es una obra de un peso específico muy considerable, un pequeño milagro del teatro. No llega a obra maestra, pero casi. Desde el primer minuto, justo cuando se abren las puertas de la sala para que empiece a entrar el público, tenemos a Carmen Barrantes en escena. Va vestida de novia y está esperando. Tiene el difícil reto interpretativo de la espera activa, actuar, crear el personaje, dar el tono del espectáculo, mientras el público va ocupando sus asientos. Es Ofelia esperando a un Hamlet que nunca llegará. La novia se harta de esperar y tira furiosa su ramo. Ese ramo, iluminado con una luz cenital, esa escena muda, ese ejercicio teatral, valen por sí solos más que muchos otros espectáculos teatrales. Y la obra en sí, aún no ha empezado.
Y cuando empieza, lo hace a lo grande. Con cuatro bestias encima del escenario. El texto fluye, lleno de vida, dejando cargas de profundidad mientras el público ríe por lo irónico de la situación. Cada uno de los cuatro personajes es un bombón, llenos de matices, cuatro tour de force interpretativos resueltos de la mejor forma posible. Barrantes está deliciosa en su papel de hermana mayor, aislada del mundo exterior, un mundo que le atormenta, que le hiere y se la ve tiernamente vulnerable; Ponce está magnífico en el papel de ese padre egoísta y alejado de toda realidad, furioso y fatuo; Gómez-Lacueva demuestra, una vez más, que es una de las grandes actrices españolas y crea una madre inolvidable; finalmente, el gran hallazgo de la obra, es Ingrid Magrinyà, una actriz y bailarina, que ejerce de la hermana pequeña, improbable narradora del texto, y que pone el punto poético al final del espectáculo, un final tan bello como desgarrador. Si hubiera algún premio de interpretación que reconociera el trabajo de una compañía en su conjunto, sin duda, debería ser para ellos.
Lo que sucede encima del escenario es una auténtica lección de teatro. La tarima está enmarcada en un cuadrado que delimita los treinta y pocos metros cuadrados del piso donde vive la familia, pero también el cuadrilátero simbólico de su lucha por sobrevivir. La escenografía, sobria y excelentemente utilizada, delimita perfectamente los espacios físicos y emocionales donde transcurre la acción. Vemos pinceladas de Shakespeare, pero también a Ionesco, Jarry, Beckett, Piscator, Brecht, Lorca… Y a La Zaranda. Lo esencial de los últimos siglos del teatro occidental está en este montaje. Lo dicho, una auténtica lección de teatro.
Pocas veces el espectador podrá ver algo parecido a lo que deleitamos el sábado en el Palacio de Congresos. Ojalá podamos seguir disfrutando de compañías que arriesgan tanto, que aportan tanto, que reinventan el teatro. A pesar de lo mucho que llevo escrito y de lo mucho más que me queda en el tintero, creo que puedo resumir en una sola, sencilla, vulgar y simple palabra lo que sentí al acabar de ver La extinta poética: ¡Gracias!