La décima edición del Festival Olimpia Classic llegaba el sábado a su fin con la presentación de La campana de Aragón, obra prácticamente inédita de Lope de Vega, de la que no se tiene constancia que se haya representado en los últimos cuatrocientos años. Fui al teatro in extremis. No había reservado la entrada a tiempo y estaba todo agotado. Una cancelación de última hora me permitió asistir al espectáculo y debo decir que soy uno de los 844 afortunados que pudieron asistir en el Olimpia a lo que espero que sea el nacimiento de una tradición.
La campana de Aragón no es un clásico al uso. Para los conocedores de la obra de Lope es, sin duda, una de sus obras menores. Aún así, tiene algunos momentos interesantes propios del Fénix de los ingenios, como la escena del triángulo amoroso entre Elvira, Nuño y Arminda, y alguna otra pincelada aquí o allí. Trabajar un texto así, peinarlo, esponjarlo y servirlo de forma inteligente no es tarea fácil y Jesús Arbués, director y dramaturgo que firma la versión, ha hecho un muy buen trabajo acercando el texto en verso a un público moderno manteniendo los mimbres bien trenzados de uno de los mejores dramaturgos de la historia y haciendo que la acción estuviera viva y no se perdiera en los meandros de las formas arcaicas.
Lo más interesante de la dirección de Arbués es, bajo mi punto de vista, una de las características de su trayectoria profesional: sirve el texto sin juzgar a sus personajes, considerando que el público es lo suficientemente inteligente como para sacar sus propias conclusiones. En este caso es especialmente interesante, pues la temática del texto no puede ser más actual. Narra la obra la famosa leyenda de la campana de Huesca, de cómo Ramiro II el Monje, rey de Aragón a su pesar, tiene que imponer su autoridad entre la nobleza a su servicio ordenando la decapitación de doce de ellos. La moraleja es sencilla: obedece al rey y conservarás la cabeza; si te desvías del camino, la perderás. La tentación de establecer paralelismos con el presente puede ser mucha, pero ya he comentado que Arbués es muy respetuoso con los personajes de sus montajes y con su público. No direcciona la visión del texto, simplemente sirve de forma eficaz y atractiva los hechos, para que sea cada espectador quien decida. Estoy seguro que en manos de otro director/dramaturgo el resultado final hubiera sido muy diferente.
Esa es la clave principal del éxito del montaje. La otra es la sabia utilización de las técnicas de imagen y animación llevadas a cabo por David Fernández. Un par de tules servían de fondo y de marco de la acción posibilitando rápidos cambios de escenario y dando al público la sensación que se asistía a una especie de puesta en escena de un romance de ciego o una aleluya moderna con ciertas pinceladas de los pioneros del cine, pues en algún momento este artificio escénico llega a ofrecer la sensación de asistir a la proyección de una película de Georges Méliès o Segundo de Chomón. Es una solución muy inteligente pues predispone a los espectadores, aquí sí, dirigiéndolos muy claramente hacia la sensación de cuento, leyenda, incluso de visión fantasmagórica de los hechos del pasado. Algo parecido quiso hacer Federico García Lorca cuando escribió La zapatera prodigiosa (1930) primero y más tarde con Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín (1933), ambas pensadas originalmente para ser representadas con títeres. Lorca quería recuperar el folklore perdido de los siglos XVIII y XIX, pero no consiguió encontrar una forma moderna adecuada, posiblemente porque los medios técnicos de los que disponía no le permitieron conseguir plenamente su objetivo. En este caso, creo que Arbués sabía exactamente lo que quería conseguir y ha utilizado la técnica para dar vida a esta leyenda, algo que es otra de las características de su estilo como director. Arbués no dirige pues el fondo, sino la forma de sus textos. Brillante.
Otra decisión valiente es la de utilizar todos los personajes de la obra. Todos los personajes, por breves que sean, tienen asignado un actor o actriz que los encarne. Esto obliga a echar mano tanto de los intérpretes profesionales de Viridiana Centro de Producción Teatral como de amateurs, en este caso surgidos de los Talleres Municipales de Teatro. Algunos de ellos tienen buenos mimbres y esperemos que lleguen a engrosar la lista de actores y actrices profesionales de la provincia, estaremos atentos a su progresión. A ello hay que añadir la banda sonora, interpretada en directo por una pequeña formación de músicos, profesores y alumnos del Conservatorio Profesional de Música de Huesca, quienes han recuperado piezas musicales de autores coetáneos de Lope de Vega, así como melodías medievales propias de la época en la que transcurre la acción, consiguiendo un buen maridaje de la música con las escenas representadas.
La mezcla da un resultado a veces irregular, pero que no afecta al resultado final, pues creo que estamos ante un espectáculo que trasciende el mero hecho teatral y aquí es cuando llegamos a lo que ya apuntaba al final del primer párrafo. Durante toda la representación tuve la certeza de estar asistiendo a algo más que una puesta en escena de un clásico olvidado. La forma en la que respiraba el público, las sensaciones que transmitía el espectáculo, la elegante forma que tiene Lope de presentarnos la leyenda, alternándola con una historia romántica de enredos y las habituales tramas de ocultación de la identidad mediante una personalidad fingida, la alternancia entre drama y comedia y la puesta en escena de una trama argumental que forma parte de la más íntima identidad oscense, hacen de La campana de Aragón un espectáculo que ensalza la tradición y la identidad propias de Huesca. La ovación final, con la mitad del aforo puesta en pie confirmaba mis sensaciones. El público se había identificado con la historia pues es su historia, su tradición, sus antepasados. A la salida, todo el mundo comentaba maravillado el resultado, como si nunca hubieran confiado en que su pasado pudiera llegar a ser interesante.
Por eso creo que La campana de Aragón es un espectáculo cuya vida no debería acabar aquí. Tiene todos los elementos necesarios para que sea una cita anual, tal y como lo fue en su momento representar el Don Juan Tenorio de José Zorrilla todos los primeros de noviembre. Tiene también todas las virtudes para convertirse en un clásico de la tradición oscense, tal y como lo son en otros puntos las representaciones de las bodas de Isabel en Teruel, las Pasiones de Esparraguera o de Olesa de Montserrat, las del Misteri d’Elx o las charangas de los Carnavales de Cadiz, por poner sólo unos ejemplos, al mismo tiempo exponentes de la tradición local, carta de presentación al mundo y motivo de orgullo para sus habitantes. No sé de quién tiene que partir la iniciativa de que esto se repita cada año y se convierta en fiesta y tradición, pero lo que sí sé es que no van a encontrar ninguna alternativa mejor, ni un dramaturgo mejor que Lope de Vega, y que tardaremos mucho en encontrar una mejor puesta en escena de este texto que la que presentó Arbués.
Espero poder asistir en 2019 a la puesta en escena de La campana de Aragón para poder mostrarle a mi hija los orígenes de su cultura y que ella pueda hacer lo propio con sus descendientes. Sería muy triste tener que esperar otros cuatro siglos para poder volver a disfrutar de ella. Lo más difícil ya está hecho, ahora sólo es cuestión de voluntad.