Cuesta decir algo sobre el pianista James Rhodes que no se haya escrito ya. Su talento es innegable, su fama ha trascendido el selecto grupo de los aficionados a la música clásica y su fama es equiparable a la de una estrella del rock. Para entendernos, Rhodes es actualmente en la música clásica una figura análoga a la de Madonna en el Pop de los 80, una estrella en emergencia. El tiempo dirá si sigue aumentando su fama hasta convertirse en uno de los dioses del Olimpo de la música Clásica del Siglo XXI. La visita de Rhodes ha supuesto, pues, un hito histórico para la ciudad de Huesca y el digno colofón a los actos de celebración del 90º aniversario del Teatro Olimpia.
Rhodes ya era mundialmente famoso, pero la aparición de su desgarradora autobiografía Instrumental (Blackie Books, 2015), le ha hecho dar un salto más en su escalada hacia el reconocimiento internacional. No es extraño, pues, que allí donde se celebre un concierto de James Rhodes se acabe colgando el cartel de No hay entradas. Por eso, por si usted es una de esas personas que se ha quedado sin poder asistir al concierto, adjuntamos grabaciones publicadas en el canal de Youtube del propio Rhodes con algunas de las cinco piezas que conformaron el programa de anoche.
Bach, siempre Bach
La relación del intérprete con Bach es la de un amor infinito. Bach es la esencia de todo. Mozart o Beethoven eran genios pero, en ese Olimpo de los compositores, Bach es Zeus, el padre de todos los dioses. En él encuentra Rhodes la perfecta obertura a un concierto que va a ser un tránsito por las dos constantes de su vida, sus dos obsesiones: el amor y la muerte.
Rhodes aparece en el escenario con tejanos, zapatillas y una camiseta blanca con un dibujo estampado en el pecho que representa la cabeza de un chimpancé con rulos. Con su cabello largo y desbocado y sus gafas de pasta, más parece un informático nerdie que acaba de inventar una app de éxito fulminante que no uno de los más reputados concertistas de piano del momento. Viste así porque le da la gana. Odia el ceremonial que envuelve a la música Clásica, no le gustan ni el frac, ni el academicismo. Él es un alma libre encerrada en un cuerpo con una mente atormentada. Odia a los puristas porque, en justa correspondencia, los puristas le odian a él. Esa es la clave del sonido Rhodes, él toca como lo siente, no se limita a ejecutar una partitura: la vive, la reinterpreta.
Cuando ayer James Rhodes se sentó ante el piano, lo primero que hizo fue acariciar levemente un par de veces las teclas. Comenzó el espectáculo realizando una extremadamente delicada interpretación del Adagio del Concierto en Re menor BWV 974, una pieza escrita para oboe por Alessandro Marcello y que Johann Sebastian Bach transcribió para teclado. La postura de Rhodes ante el piano, la forma en la que coloca su cuerpo, el modo en el que extiende las manos, los brazos, las piernas, todo en él indica que no sigue las reglas, que los convencionalismos no van con él, que ha llegado a la sala para tocar, para expresarse a través de la música, que todo lo demás es simple ceremonial.
Chopin, amor y furia
Chopin es un músico al que siempre asociamos a sus nocturnos, música amable, que no estorba, fácil y bonita de escuchar. James Rhodes prefiere a su reverso oscuro, el despreciable, el malvado Frédéric Chopin, el que es capaz de componer una pieza tan compleja y atormentada como la Fantasía Polaca, Op. 61. justo después de su ruptura definitiva con Georges Sand. Su pasión por el compositor polaco le viene de niño, cuando empezó a escuchar sus composiciones compulsivamente. Rhodes está fascinado por esta pieza y la interpreta siempre que puede. Le fascina especialmente el final de la pieza, un final que expresa, al mismo tiempo, un final épico y un final triste.
James Rhodes no es un pianista de Clásica, no en el estricto sentido del término. Creo sinceramente que James Rhodes se acerca más al concepto que tenemos de pianista de Jazz. La Fantasía Polaca le permite explotar ese estilo tan particular que tiene de tocar el piano. Las manos izquierda y derecha llegan a tocar en diferentes intensidades, incluso en ritmos ligeramente desacompasados, sólo para reforzar el mensaje que el pianista nos quiere transmitir. Esa es la grandeza de James Rhodes como pianista, que no interpreta las piezas como un profesional, sino que las reinterpreta, las notas no le surgen de la cabeza, le salen de las entrañas. Su estilo es descarnado, sincero, directo al alma, sin dar tiempo a intelectualizarlo, por eso digo que se acerca más a lo que es un músico de Jazz que a lo que entendemos por un músico de Clásica. ¿Quieren escuchar una excelente versión de esta Fantasía, magníficamente ejecutada? Entonces busquen la versión interpretada por el pianista surcoreano Jae Hyuck Cho. ¿Quieren vivirla intensamente, sentirla, amarla y odiarla? Entonces busquen la versión de James Rhodes.
Bach y Gluck: amor después de la muerte
Si fuera jugador de ajedrez, Rhodes sería Bobby Fischer; si fuera una cantante negra de jazz sería Billie Holiday; si fuera un escritor sería Charles Bukowski. Los amantes de los estilos de Boris Spasski, Ella Fitzgerald o William Faulkner, mejor que no se acerquen a sus interpretaciones. Su voz nace del dolor, de la rabia, del desgarro interior. Cada nota, da igual que sea una blanca o una garrapatea, tiene su propio peso. Rhodes les da la importancia individual que un poeta da a cada una de sus palabras. Puede cambiar de intensidad nota a nota, dando miles de matices y subtextos a sus interpretaciones. Esa es la grandeza de James Rhodes, que cada nota tiene interés por sí misma pero que encaja perfectamente dentro del discurso general, en contraposición a los pianistas académicos, que lo hacen bonito y piensan en el conjunto de la obra. Rhodes es capaz de tocar como los ángeles y hacernos subir al cielo, pero acto seguido toca sucio, tosco, a veces se equivoca: es humano. Y es esa humanidad la que nos transmite con sus interpretaciones. No es Yevgueni Kisin, ni falta que le hace.
El amor por su esposa muerta es lo que motiva a Johann Sebastian Bach la escritura de la Chacona Partita nº2 BWV 1002 para violín, transcrita para piano por Ferruccio Busoni, donde el genial compositor sublima sus sentimientos hacia el fallecimiento de María Bárbara Bach, el amor de su vida. Rhodes se crece ante esta pieza, de enorme complejidad y emotividad. Se convierte en el médium entre la partitura y los sentimientos del compositor ante la muerte del ser doblemente querido, por su condición de prima segunda y esposa. Esta bella danza, tristemente animada, nos hace transitar por todo un carrusel de emociones y Rhodes las captura y reproduce con magistral habilidad.
Tras una breve desaparición del escenario, vuelve a aparecer el músico en escena. Cierra el concierto con un bis tan previsible que el propio pianista bromea sobre esta tradición. El tema elegido para poner el punto y final es la Melodía de Orfeo, de la ópera Orfeo y Eurídice de Gluck. Una vez más, el amor y la muerte o, en este caso, arriesgar la propia vida para salvar la de la persona amada. Consigue ponerme la piel de gallina.
Zarandeado emocionalmente por la bella lección de pasión y música, acaba el espectáculo y se arremolina el público a la salida del Teatro Olimpia. Hay muchas prisas por salir de la platea: James Rhodes está firmando ejemplares de su libro, amén de discos y DVD’s con sus actuaciones. Buena parte de los espectadores, entre los que me encuentro, hacemos cola y esperamos turno para poder llevarnos a casa un ejemplar firmado. Atiende amablemente al público, les firma el libro y se hace fotografías con ellos. Lo dicho: es una Rock’n’Roll Star con mucho talento. Muchísimo.