En la vida hay pequeños placeres irresistibles en los que merece la pena caer: abrir un libro nuevo y embriagarse con el olor a tinta, notar en el cogote el suave roce de las tijeras del peluquero o peluquera y sentir cómo se te pone la piel de gallina, disfrutar en la ducha del chorro de agua caliente deslizándose por la espalda, pasar el dedo por el borde del bote de nocilla o, si se prefiere, por el bote de mahonesa y luego chuparlo golosamente…
Cada persona tiene sus placeres mundanos y uno de los míos es el de la búsqueda y captura de algún tesoro musical en forma de vinilo. Antes, hace muchos años, en la década de los 80, era fácil caer en esa tentación, sólo hacía falta ir a una tienda de discos y pasarse la tarde mirando, una a una, las cubetas llenas de albums. El ejercicio era muy sencillo y, al mismo tiempo, algo demasiado íntimo como para hacerlo en según qué condiciones. Básicamente consistía en hacer pasar, uno a uno, cada vinilo con las yemas de los dedos, utilizando casi en exclusiva los dedos índice y corazón, haciéndoles «caminar» por encima del lomo de las portadas de los discos, haciendo que cada «paso» que daban supusiera deslizar un vinilo hacia delante para poder ver la portada del siguiente. Los aficionados y coleccionistas podíamos pasar así horas, vagando de sección en sección, primero el pop y el rock, ordenados alfabéticamente, luego los diferentes estilos. Buscábamos la soledad porque, a todos los coleccionistas nos ha pasado, odiábamos al tipo de al lado y su gritito de satisfacción cuando encontraba una joya a un precio de risa o, peor aún, cuando esa misma persona encontraba en una cubeta que nosotros ya habíamos explorado, un disco alucinante que se nos había pasado por alto o, error de los errores, lo habíamos dejado allí porque estábamos indecisos sobre si comprarlo o no. Esta liturgia, ya de por sí extraña, adquiría tintes de tragedia griega en las secciones de Jazz y Bandas Sonoras. Cuanto más raro era el disco, más extrema la reacción del coleccionista. He visto amigos íntimos dejar de hablarse por un disco. Y lo peor de todo, es que lo entiendo perfectamente.
He practicado ese noble y caro vicio en multitud de tiendas diseminadas por más de una docena de países, algunas de ellas auténticos superpalacios de la música comercial, como la desaparecida Virgin Megastore de Champs Élysées de París, otras de desconocido nombre en oscuras calles de Amsterdam, en ocasiones en ferias encontradas por azar en el patio de un centro cultural lusitano o en el sótano de una compañía discográfica milanesa, rebuscando entre las montañas de vinilos destinados a ser destruidos y el plástico reutilizado para prensar nuevos discos.
Esa sensación, la de la búsqueda y el hallazgo, es imposible de describir. O la has vivido o no sabrás de qué te estoy hablando. ¿Cómo explicar la felicidad que se experimenta cuando encuentras, tras varias horas de búsqueda, un disco que hace décadas que estás buscando? ¿Cómo explicar que has estado dos horas sentado en un minúsculo taburete, con las rodillas a la altura de la barbilla, mirando cajas y más cajas llenas de discos de segunda mano, polvorientas, llenas de música que te llevarías a casa pero que dejas allí, en la cubeta, porque intuyes, sabes, que algo bueno está por llegar? Y cuando, por fin, ese algo aparece, ¿cómo explicar que tu cuerpo te pide saltar de alegría, pero que no puedes porque se te han dormido las piernas después de tanto tiempo en tan forzada postura? Si no lo has hecho nunca, no intentes entenderlo. Sólo otros locos como yo lo entenderán.
Luego, claro está, llegaba otro momento mágico. Llegar a casa, sacar al disco de su funda y ponerlo en el giradiscos. Algunos llevaban una funda de fino plástico que resultaba incómoda de manejar, pero protegía perfectamente la superficie del disco del polvo y la electricidad estática, los dos grandes enemigos del vinilo, otros llevaban una funda de papel, más cómoda, pero que dañaba el microsurco. Tenías que aprender a sujetar el disco con tres dedos, el pulgar en el agujero central y el índice y el corazón en el borde del disco, y con la otra mano pasar un delicado cepillo para limpiar de impurezas la superficie del disco y descargarlo de electricidad estática. Una vez limpio, se colocaba el vinilo en el giradiscos, se hacía girar el disco, se ponía el cabezal de la aguja encima de la superficie y se escuchaba el suave crepitar de la aguja sobre el negro plástico segundos antes de empezar la canción. De vez en cuando, cogías dos docenas de discos y te juntabas con los amigos, a escuchar música en casa de uno de ellos, a disfrutar.
Y el vinilo desapareció. Con el Alchemy de Dire Straits se estrenó un nuevo formato, el disco compacto, y con él la progresiva y paulatina desaparición tanto del vinilo como del cassette. Y el tiempo pasó y nos trajo el MP3 y a Napster, y éstos mataron al CD, y la música se democratizó, se podía descargar gratuitamente y podías llevar toda una inmensa discoteca en el bolsillo del pantalón. La colección de música que te había costado media vida reunir hoy te la puedes bajar gratis de internet en apenas unas horas, lo que ha provocado el cierre de tiendas, empresas distribuidoras, emisoras de radio y demás negocios relacionados con el consumo musical. Y sin embargo…
Sin embargo la gente vuelve a compar vinilos. No sólo eso, sino que se vuelven a editar. Es evidente que no se hacen tiradas como las de antes. En los 80 un disco era un superventas si llegaba al millón de copias vendidas, mientras que hoy, artistas consagrados como Bruce Springsteen o los irlandeses U2, a duras penas venden 6.000 ejemplares de su último álbum sumando todas las ventas en el territorio español, pero todavía hay gente dispuesta a llevarse a casa esos discos en formato de doce pulgadas. Algunos grupos incluso venden más copias en vinilo que en soporte digital. No es sólo nostalgia, hay una razón técnica para la vuelta del vinilo: se oye mejor. Los formatos digitales, todos ellos, son un muestreo de ondas que recortan la señal de audio, mientras que la señal analógica del vinilo es una copia fiel de la fuente original. Si uno tiene cuidado, el sonido del vinilo es insuperable.
Por ello, y tras el disgusto de enterarme la semana pasada del cierre de Discos Castelló, la mítica tienda barcelonesa donde han comprado música melómanos de medio mundo, me alegro cuando paso, casi cada día, por la entrada de CocoDisk, la resistente tienda de discos oscense. Regentada desde hace más de treinta años por Julio, es un espacio donde todavía puede uno entrar y pedir un disco, ya sea en CD o en vinilo. Ahora el negocio tiene que expandirse al merchandising, las tazas y camisetas, y a las ediciones especiales de los álbums míticos de las bandas de siempre. A pesar de ello los discos más vendidos siguen siendo los de la Pantoja, que es la que más ayuda a que la tienda siga abierta. Allí uno puede entrar y deslizar sus dedos por los lomos de las portadas de cartón de vinilos nuevos y de segunda mano y, quién sabe, volver a sentir la agradable sensación de encontrar una perla negra oculta entre tanta música. El vinilo sigue vivo, larga vida al vinilo.