La piedra oscura iba a ser el título de una obra teatral escrita por Federico García Lorca. No sabemos a ciencia cierta si la escribió o no, simplemente se conservan un listado de personajes y apenas algún esbozo inicial. Sabemos que el tema central de la obra era la homofobia, algo que el poeta granadino debía conocer íntimamente, pues el odio que generaba su homosexualidad fue lo que le llevó a ser asesinado el 18 de agosto de 1936. Exactamente un año más tarde, el 18 de agosto de 1937, moría Rafael Rodríguez Rapún, a quien el hispanista Ian Gibson, en su ensayo Lorca y el mundo gay (Ed. Planeta, 2009), atribuye ser el último amor de Federico.

Es Rafael Rodríguez Rapún uno de los dos protagonistas de La piedra oscura, el drama escrito por Alberto Conejero que se presentó el viernes en el Teatro Olimpia de Huesca. El montaje llegaba con un tremendo aval, nada menos que cinco premios Max, la unanimidad de la crítica hacia la calidad del texto y el montaje y miles de espectadores satisfechos. Iba, pues, predispuesto a pasar una buena velada de teatro. Me temo que voy a ser la única voz discordante entre tanto entusiasmo. Hoy, tras haber visto la representación y haberme leído el texto, todavía no consigo entender cuál es el tema principal de la obra. Conejero habla de muchas cosas, pero no profundiza en ninguna. Y el primer síntoma de que algo no funciona está, precisamente, en el título de la obra: La piedra oscura.

Una de las primeras cosas que hay que tener en cuenta al analizar una obra, ya sea una película, una novela, un cuadro una obra de teatro o cualquier otro tipo de manifestación artística, es el título. Si la película se titula Titanic, por ejemplo, lo que el espectador espera encontrar es al barco más grande del mundo hundiéndose por culpa de un iceberg, si se titula King Kong, esperamos ver a un gorila gigante. La piedra oscura toma el nombre de la última obra escrita por Federico García Lorca, la hubiera acabado o no, y así se otorga a sí misma una presión tremenda. Yo esperaba encontrarme con una de estas dos cosas: una obra contra la homofobia, como tenía que ser la obra de Lorca o un homenaje a su autor y no vi ninguna de las dos. ¿Por qué se titula entonces La piedra oscura? Sólo su autor lo sabe.

El público entra en la sala a telón alzado. En el escenario, a la izquierda del espectador, Rafael Rodríguez Rapún, interpretado con bastante acierto por Daniel Grao, duerme en un camastro. Sentado en una silla, a la derecha del espectador, hace lo propio un joven soldado de nombre Sebastián, encarnado enérgicamente por Nacho Sánchez. Durante la media hora que tarda el público en llegar al teatro e ir ocupando sus asientos, ambos actores estarán inmóviles, centrados en sus personajes, en lo que van a vivir. Es un ejercicio muy difícil, aunque no lo parezca. De su poder de concentración dependerá el resultado posterior de la obra, toda la preparación anterior a la representación se tiene que quedar congelada, han de aguantar esos treinta minutos quietos, inmóviles, pero dentro de su personaje. Muy difícil.

Empieza la obra con un soliloquio en el que Sebastián nos explica cómo llegó a ser soldado del bando nacional. Un texto que tiene que ser un mazazo en el espectador, que tiene que colocarnos en alerta sobre lo que vendrá, pero que se queda en pura anécdota, sólo encumbrada por la enorme fuerza interpretativa de Nacho Sánchez, a medio paso de llegar al histrionismo, que consigue elevarlo por encima de sus posibilidades dramáticas. Me pregunto si Conejero quiso emular a Dario Fo en uno de sus textos menos conocidos, Vorrei morire anche stasera se dovessi pensare che non è servito a niente, estrenado en Milán en 1970 y vuelto a poner en escena en 2006 en una pequeña gira transalpina. El texto del italiano es una reflexión sobre la lucha antifascista explicada por diversos personajes, todos ellos partisanos de la Segunda Guerra Mundial, y consiste en tres monólogos en los que sendos personajes explican sus vicisitudes durante el conflicto. Cito a Fo y su Vorrei morire… porque hay muchos puntos en común entre ambos textos, sobre todo en el uso de la ironía trágica como motor emocional para sacudir al espectador, pero así como el texto de Fo, aun siendo una obra menor, brilla con intensidad y consigue conmocionar al espectador en una auténtica montaña rusa de emociones, el de Conejero se queda en un desarrollo plano. Lo dicho, pura anécdota.

Despierta Rafael y empieza el diálogo, la forma más básica de tragedia. Dos personajes, antagonistas, la imagen de las dos Españas: Rafael quiere hablar y Sebastián quiere negarle la conversación. El diálogo, que en algunos pasajes consigue momentos brillantes, no me consigue atrapar. Enseguida se hace evidente que el texto avanza a trompicones, que no existe una progresión dramática o, mejor dicho, que ésta progresa únicamente porque toca, porque el diálogo te fuerza a decir una frase determinada, no porque se haya llegado a esa situación de forma natural, hay pocos elementos que justifiquen esta progresión. Cuando aparece algún nuevo tema en la obra es porque uno de los personajes lo explica sin que, en la mayoría de los casos, haya un elemento que justifique suficientemente esa confesión. Sin progresión dramática, no hay catarsis. Sin catarsis no hay drama.

Esta falta de concreción es tan grave que llega un punto en el que me pregunto: ¿qué pinta Lorca en este texto? Dramáticamente, nada. Lorca es una excusa, algo como el MacGuffin que utilizaba Hitchcock en sus películas para hacer que avanzara la trama argumental. ¿Quieren hacer la prueba? Para saber si algún elemento de una ficción es prescindible o no, simplemente substituyan ese elemento por otro de similares características. Si cambiamos las referencias a Lorca y su Piedra Oscura por cualquier otro personaje, por ejemplo Oscar Wilde, Thomas Edward Lawrence o Reinaldo Arenas, por citar a tres autores que tuvieron problemas por ser homosexuales, el texto funciona exactamente igual. Lorca está presente en nombre, pero no en espíritu. Se habla de La Barraca, de sus obras de teatro, de su poética, su muerte ha afectado a Rafael, pero Lorca no impregna el texto, no se respira su obra, no oímos su voz, ni siquiera conseguimos ver a través de Rafael un atisbo de pasión amorosa. Lo dicho, Lorca es un MacGuffin.

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Momento de La Piedra Oscura, de Alberto Conejero.

Bueno, si Lorca no pinta nada en esta historia, ¿de qué habla La piedra oscura? Desde luego, no es una obra sobre la homofobia, como tenía que ser la obra original. Conejero despliega toda una batería de elementos dramáticos tales como el miedo a morir, la guerra, el futuro incierto, la voluntad de encontrarse a sí mismo, a saber quién es cada cual, la culpa, la redención, el amor, Federico García Lorca, pero no desarrolla ninguno de ellos. Es una ensalada de sensaciones que no acaban de arrancar o de llegar a puerto. Voy haciendo una lista de los temas que aparecen en el texto y ninguno de ellos parece ser el objeto principal. Sólo la labor de los intérpretes consigue dotar de vida a un texto demasiado leve.

Pero a pesar de todo, la obra es un éxito. Emociona. El público sale encantado. ¿Por qué? Por el subtexto. En teatro hay dos grandes tipos de subtextos: el que no está escrito pero existe, como en la magnífica obra Capvespre al jardí, del dramaturgo tarraconense Ramon Gomis, una obra con un diálogo aparentemente anodino donde el texto real está, precisamente, en aquello que no se dice, y en el otro extremo está el que le otorgamos con la dirección y la interpretación, es decir, añadiendo en una visión dramatúrgica el mensaje que queremos transmitir, como hizo Àlex Rigola con la adaptación que realizó en 2005 del Ricardo III de William Shakespeare en el que convirtió la corte inglesa en un pub mafioso de los años 70. En ese sentido, La piedra oscura juega con otro tipo de subtexto: la memoria colectiva. Los espectadores vivimos el texto porque muchos tenemos un familiar fusilado en una tapia o enterrado en una cuneta, todos hemos tenido a alguien encerrado en una prisión o una familia que pasó hambre en la posguerra, y todos conocemos, mejor o peor, a Lorca, por eso funciona el texto, porque los espectadores añadimos el componente emocional que el texto no aporta. Si este mismo texto se presentara en Estados Unidos, por ejemplo, no funcionaría. Allí no tienen los mismos referentes que nosotros, no tienen nuestra memoria colectiva ni conocen lo suficiente la figura de Lorca como para rellenar los enormes huecos que deja el texto.

Al salir del teatro, empiezo a preguntar entre aquellas personas que conozco de mis entusiasmados compañeros y compañeras del público qué les ha parecido la obra. A todos parece encantarles. Cuando planteo algún pero, alguno tiende a cambiar su opinión: la ilusión creada empieza a ser puesta en duda. Tímidamente empiezan a confesar que se esperaban más y van aflorando las dudas. Sobre ellos pesaba demasiado la información recibida, el entusiasmo de la crítica, los premios… Otros, en cambio, siguen deslumbrados por lo que han visto. Cuando me preguntan a mí les contesto que me ha dejado indiferente. En su conjunto, el espectáculo no me ha emocionado, pero tampoco ha conseguido que me indigne. Me ha dejado frío. No he entrado en la historia, a pesar de su corta duración, llega un punto en el me importa un bledo lo que pueda pasar con los personajes y sé que no se conserva ninguna grabación con la voz de Federico ni el manuscrito de La piedra oscura, así que tampoco necesito buscar cómo acaba todo este asunto. Me sabe mal no poder sumarme al coro de entusiastas rendidos ante esta obra de Alberto Conejero, créanme que sería fácil escribir algo elogioso y salir del paso sin dar la nota, pero entonces no estaría cumpliendo el principal cometido de un comentarista o crítico de teatro, que no es otro que el de valorar lo que se ha visto y, si puede ser, justificarlo formando a quien lo lea dándole argumentos para que pueda desarrollar su propia valoración. Ya saben, esto no es más que mi opinión y tiene sólo el valor que ustedes quieran concederle.